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El Djem y Monastir

Ismahane Ncir

Carta de alguien que vive entre 77km

Pocas cosas pueden pasar entre 77km. El tiempo, quizá. A veces, un viaje de tan poco recorrido puede (si es el adecuado) cambiarle la vida a alguien. Ismahane Ncir recorría esos 77km del Djem hacia Monastir solo una vez al año, en verano, y esperaba después con ansia otros 365 días de exhaustivo trabajo y maternidad para poder volver de nuevo. Pocas cosas pueden pasar entre 77km. A veces, todo.

Solo tenía 38 años y un bolso. Eran 38 años que posiblemente le sabían a más (a muchos más) y un bolso que tocaba de vez en cuando del que parecía orgullosa. Solo tenía 38 años y un bolso. Ni más equipaje, ni más ropa, ni más presupuesto. 38 años donde guardaba toda una vida, un bolso donde guardaba algunas cosas. 

 

Al principio, medio tímida medio curiosa, nos escrutaba de reojo intentando descifrar con su escaso francés el motivo de nuestras escandalosas risas. Apartaba repentinamente su mirada de nosotros cuando comprobaba que la observábamos y, como quien intenta volver a un lugar del que nunca quiso irse, volvía poco a poco a mirarnos.

 

Se llamaba Ismahane, Ismahane Ncir, y vivía en aquel diminuto pueblo de la estepa central tunecina reconocido por tener el anfiteatro romano más grande del continente. El Djem, a pesar de ser punto turístico referencial, se revestía de humildad con fachadas que no habían cambiado en décadas, dromedarios deambulando por sus calles y tiendecitas en las que parecía haberse detenido el tiempo. Aquella ciudad era el vivo reflejo de ella, que tenía 38 y, sin saber cómo, se había estancado tres años atrás para siempre.

 

Habíamos estado aguardando por algunas personas más para llenar el louage. La forma más común de viajar en Túnez es ese híbrido entre el taxi compartido y el bus que te lleva a un punto exacto y parte al destino solo cuando sus ocho plazas están completas. Nosotros no disponíamos de tiempo pero nos sobraba algo de dinero en el bolsillo y decidimos pagar por los asientos restantes, dejando un viaje hasta Susa en un incómodo louage acompañados únicamente por ella.

 

El traqueteo del vehículo impedía la conversación fluida entre nosotros y el antiguo motor, sumado a la ausencia de ventanas, generaba una situación casi cómica que impregnaba cada recodo del destartalado transporte. Ismahane seguía mirándonos apocada y curiosa de nuestra risa, ella tan acostumbrada a esos viajes. Nos miraba y cortaba su aliento, escondía su mirada furtiva tras el hiyab cobalto y se reía cohibida para sí misma al ver nuestro jolgorio.

 

Entonces, como cuando un faro ilumina algo que luce opaco, supimos que Ismahane quería hablarnos. Llevábamos viajando con ella más de media hora y no había dejado ni un momento de observar atenta. Sin duda tenía la necesidad de compartir con nosotros algo. Quizá su historia, quizá la nuestra.

De currículum un bolso

El Djem y Monastir se separan por unos escasos 77km de carretera emparedada entre vastas llanuras y tímida vegetación que intenta hacerse un hueco bajo el sol abrasador. El Djem, tan histórico y ancestral, visitado por todos aquellos que desean empaparse del pasado romano tunecino dista de forma indescriptible de un Monastir que, situado en la costa este del país (el Sahel), se baña de playas y cafeterías ultraquisch para convertirse en un punto de referencia del turista sol-y-playa europeo.

 

Ella, no-europea y probablemente sin saber qué era lo ultraquisch, estaba deseando llegar a su destino para ver la playa. Supusimos por instantes que se había equivocado de ruta porque nuestro louage iba hacia Susa, pero se rio de nuestra consternación contándonos que allí cambiaría de transporte hacia la ciudad vecina.

 

Afortunadamente para un periodista, las ganas de explicar siempre superan cualquier obstáculo, e Ismahane era a la resiliencia lo que nuestro conductor a la velocidad. Como he dicho, solo tenía 38 años y un bolso. Lo tocaba, movía y jugaba con una suerte de flecos que caían de su cremallera bordada a mano. Sus manos. Con ello se ganaba la vida, contó humilde pero orgullosa.

 

El bolso, de color azabache y repleto de diminutas tachuelas negras que chocaban entre sí sonando a castañuelas le combinaba con un pantalón y unos zapatos del mismo color. No obstante, intentando romper con aquella estética oscura, de cintura para arriba lucía una blusa bordada en decenas de diversos estampados. La pieza era un sinfín de diseños que simulaban hojas de palmera con diferentes tonos en gamas tristes de verde, rosa y burdeos que ella había hecho juego con su hiyab egeo. Nada resaltaba en la forma a la que en occidente se recurre para expresarle al mundo quién eres. El de Ismahane era un estilo aplacado, casi tenue, con colores lánguidos. Luego sabríamos el por qué.

 

Sin embargo, entre aquella abundancia alicaída resaltaban dos cosas que, indiscutiblemente, llamaban la atención por brillar a años luz del resto que llevaba consigo: su sonrisa y un anillo de plata que parecía llevar allí toda una vida.

Casada por amor a los 15

Así era, sonreía y se llenaba de vida. Y por algún motivo que no supimos preguntarle (en parte porque no hubiésemos sabido hacer esa pregunta), le brillaban los ojos en centelleos de algo que parecía esperanza. El vaivén, debido a la velocidad innecesaria del louage, hacía que en el habitáculo el viento rugiera. El ruido, algo que de no ser por los casi 120 quilómetros por hora que nuestro chófer había decidido alcanzar en una carretera mal asfaltada, se podría haber evitado, interrumpía abruptamente de vez en cuando la conversación.

 

–¿Estás casada? ­­–preguntamos,  queríamos saber si habría algún señor Ncir esperándola ya en aquella playa del Sahel tunecino.

 

Ella a modo de respuesta volvió a tocar su bolso y, mirándose las rodillas encogidas por el estrecho louage, sonrió. Hay algo hermoso en el momento en el que una mujer tunecina sonríe al recordar algo triste. Es, a ojos ajenos, una fracción de segundo que alberga toda una vida de lucha interna para conseguir poder esbozar una media curva en sus labios recordando algo que hace daño. Ismahane sabía hacerlo. Así pues, antes de contárnoslo, se miró las rodillas, tocó su bolso y se sonrió.

 

–Sí ­–contestó rozando con su dedo pulgar el anillo argentino de la misma mano. Lo entendimos al instante. Ella había estado casada, pero en otra vida–. Mi marido murió hace tres años a causa de la pandemia, ahora soy viuda. 

 

Según datos ofrecidos por Reuters, casi 30.000 personas murieron a causa del coronavirus en Túnez, lo que en porcentaje supone una mayor tasa de mortalidad de lo sufrido en la mayoría de países europeos. La historia de Ismahane Ncir es la historia de muchas mujeres tunecinas que han tenido que aprender a lidiar con la viudedad repentina a causa de una pandemia que, sorprendentemente, no nos igualó a todos.

 

Fue entonces cuando su bolso cobró más sentido que nunca y su viaje al Monastir quisch y masificado nos dejó de sorprender. Ella se empezó a ganar la vida confeccionando aquellos bolsos de la noche a la mañana al dejar de ser su marido el sustento de una familia de siete hijos. Nueve bocas que alimentar ya es trabajo duro para un hombre en la sociedad tunecina, pero una vez el hombre desaparece…

 

–Para una mujer viuda la vida es trabajar y dormir. Las mujeres no cobramos igual que los hombres. Desde que falleció mi marido todo ha tenido que seguir adelante. Sigo teniendo siete hijos. Los tres últimos vinieron de golpe –nos dice riéndose–. Mi marido y yo quisimos un quinto hijo. Vinieron trillizos.

 

–¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?

 

–Más de veinte años. Nos casamos cuando yo solo tenía quince. Estaba muy enamorada de él –dice coqueta esbozando media sonrisa rememorando una adolescencia vergonzosa–. Él pidió mi mano y yo dije que sí. Nuestro matrimonio fue precioso. Mi marido me trataba muy bien y trabajaba mucho para que no nos faltase nada. Yo me encargaba de nuestra familia.

 

Supusimos que su sonrisa y su ropa de colores apagados solo reflejaban aquella dualidad de una madre que, enamorada de su marido, tiene que hacer de tripas corazón y salir a flote con un barco de ocho tripulantes cuyo timón, de la noche a la mañana, había desaparecido sin previo aviso.

 

Hablaba de él y los ojos se le anegaban en lágrimas que su tenaz fuerza de voluntad le impedían arrojar sobre sus mejillas. Se creaba una mezcolanza extraña entre su imborrable sonrisa cálida y esa mirada vidriosa que jamás, en 77km de trayecto, vimos romperse. Resiliencia.

Un triunfo

–¿Están en Monastir esperándote? ­–preguntamos. La mujer viuda tunecina (y habíamos conocido a unas cuantas) rehúye cualquier tipo de ayuda familiar externa cuando fallece su marido. 

–No ­–se rio–. Se han quedado en El Djem con mi madre. Desde que falleció mi marido, una vez al año mis padres se quedan a cargo de mis hijos y me dejan viajar a Monastir para poder ver la playa. Voy a casa de una amiga.


Hay veces en las que entre el entramado de una sociedad con tradiciones y reglas no escritas tan antiguas como el propio tiempo, un faro de progreso y avance llega sin pretensiones, gritos ni manifiestos para mostrar que todo (aunque lento) avanza. La familia de Ismahane era muestra inequívoca del avance de Túnez. Una familia

que se volcaba en ayudar y permitía a una mujer musulmana madre de siete hijos viajar a la playa a pasar un tiempo de ocio con su amiga es una muestra indiscutible en la modernización de los conceptos de viudedad en sociedades árabes. 

Creo que fue entonces cuando nos contó que amaba viajar. O eso creía, decía. Que sí, que Monastir solo distaba de su natal Djem en 77km, pero que desplazarse esos 77km le hacían inexplicablemente feliz. Soñaba, como esas personas que idealizan un concepto platónico inalcanzable, con conocer el resto de su país. Un país que, a pesar de ser poco más grande de 150.000 km2, se le quedaba enorme. A mí me parecía (objetivismo aparte), que lo que le quedaba era pequeño.

 

Solo tenía 38 años y un bolso. Eran 38 años que le sabían a muchos más y un bolso del que estaba orgullosa. Solo tenía 38 años y un bolso. Ni más equipaje, ni más ropa, ni más presupuesto. 38 años donde guardaba tanta vida, un bolso donde guardaba pocas cosas. Y la encontramos, y nos contó su vida. Y le hablamos, y nos mostró su bolso. Y entonces comprendimos que en el bolso, como en la vida, a veces una guarda cosas que no sabe que tenía hasta que alguien se las pide y, rebuscando, las encuentra. Ismahane en su bolso no sé lo que tendría, pero en su vida había encontrado reaños para seguir viviendo, algo que sin duda era más que un orgullo. Lo suyo era un triunfo.

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