–Kioua, si tuvieras una sola frase que te defina como mujer tunecina sin decir que eres arquitecta, ¿cómo te definirías?
Ella frena y me mira fijamente, sus ojos clavados en los míos. El silencio de su pauta contemplativa nos atropella. No había dejado de hablar sobre ella y la arquitectura durante tres horas, tanto que los huesos de mis isquiones se clavaban dentro del banco de madera en la que estábamos sentados. El suspenso congeló el tiempo, todos retuvimos la respiración. Mis compañeros y yo compartimos la sensación de haberle pasmado con la pregunta y la quietud del momento generó un vértigo colectivo. Ni se escuchaba un grillo, un carro, hasta las estrellas del cielo nocturno que nos arropaban dejaron de titilar. Existimos todos en un momento de eternidad suspendida. Y, de repente:
–Como una mujer libre.
Sonríe sutilmente y todos en la mesa exhalamos sumergiéndonos en un aire de calma que solo viene con aquello que se viste de verdad.
Llegar a casa de Mabrouk fue un bálsamo para nuestro espíritu cansado. Llevábamos 20 días viajando en louages destartalados a 50ºC y la piel curtida por el sol inclemente del Sáhara en agosto. No dormíamos bien y si no fuera por la sostenida dieta de papas fritas y makloubs, hubiese jurado que nos alimentábamos de arena y exhosto de diesel. Y el estado anímico, menudo dragón dormido, lo comenzábamos a sentir como si estuviese contenido por una olla de presión a fuego lento. Coexistíamos civilmente en un estado perpetuo de fatiga muda alentándonos solo por la ilusión de encontrar a una mujer autóctona a la región cuya entrevista no necesitara traductor que nos desangrara el poco presupuesto que nos quedaba. Tataouine era nuestro último destino. Vivimos esas 8 horas de viaje como si nos hubiésemos arrastrado por el desierto 40 días y 40 noches y nos sentíamos huesos adentro tan decrépitos como los tornillos del 4x4 que nos había recogido a las 3 de la mañana.
Llegamos a casa de Mabrouk patéticamente desesperanzados. Es una sensación casi indescriptible lo que es ser consciente de ver como uno se va hundiendo lentamente, inmóvil bajo la presión de un profundo y frío mar y a último momento sentir que una mano te agarra y te comienza a jalar y subir hasta la superficie a volver a respirar. Ese gran respiro que llena los pulmones de vida, ese gran respiro que viene acompañado de luz y de calor, ese gran respiro donde uno vacila entre si está soñando o si puede confiar en que sea realidad. Ese, ese mismo gran respiro fue llegar a casa de Mabrouk, ser recibidos con una cariñosa sonrisa y enterarnos que su singular hogar del desierto fue diseñado y construido por una mujer: su gran amiga arquitecta Regaya Kioua.
A la casa de Mabrouk uno entra pasando un pequeño jardín donde ha sembrado romero, lavanda y cítricos. En la noche, cuando riega, la casa se perfuma de fragancia dulce que envuelve al huésped con el aroma único del desierto. La estructura de la casa cumple un diseño sencillo y de elegante funcionalidad donde los espacios rodean un amplio patio interior en el que Mabrouk ha puesto una mesa de comedor con bancos para que los huéspedes puedan disfrutar de comer bajo las estrellas. Es en esta mesa que nos sentamos con Kioua a conversar.
Entró como tormenta del desierto. Ella ni se presenta, con una fuerza arrolladora comienza a hablar desde que llega sin importarle las preguntas que quizás quisiéramos hacerle. Ella nubla la voz y presencia de todos nosotros, que quedamos paralizados y estupefactos ante su fuerza. Es del tamaño de un grano de arena, delgada y arrugada, podría parecer frágil, pero no deja duda a que es el desierto mismo y, como este, descendiente de las poderosas mujeres amazigh.
–Es puro fuego –le digo atolondrada a mi compañero, que toma nota mientras yo trato de interrumpir la avalancha de su monólogo. Kioua sabía muy bien a lo que venía: ella llegó a contar su historia.
Kioua nace en una familia con ocho hermanos, ella es la sexta. La familia será lo que marcará su vida para siempre, pues a pesar de ella ser una mujer de más de sesenta años, soltera y sin hijos adicta al trabajo, lo que más valora es la familia. Y en parte es su amor por las familias lo que la ha llevado a ser la famosa arquitecta que es hoy. De hecho, se podría decir que Kioua no es famosa, es legendaria, la primera e única mujer arquitecta en el sur del país por más de 20 años.
–Cuando regresé a Tataouine de mis estudios en el norte y quise abrir mi firma casi no me dieron el permiso. No me aceptaban en la comunidad de arquitectos. Nadie quería contratar a una mujer. Trabajaba con tres hombres y le daban todos los proyectos a ellos. Cuando después de unos años me comenzaron a dar proyectos, me los daban siempre con un compañero (supervisor) hombre. Pero eso no duró demasiado. Yo hacía todo el trabajo, el trabajo de los dos. Ganaba la mitad. No acepté eso mucho tiempo, por eso abrí mi firma en 1988. Los comienzos fueron difíciles, fui la primera mujer arquitecta en Tataouine y no fue hasta el 2000 que empezamos a ver mujeres arquitectas independientes en el sur. Estuve sola unos 20 años –Kioua tiene un acento pronunciado, gesticula sus delgadas manos como la firmeza de una rama, como si practicara artes marciales y contesta anticipándose a una pregunta con latigazos.
–¿Cómo se sentía para ti ser la única mujer arquitecta?– pregunto pueril, un poco cohibida ante la rapidez, el vigor y la autoridad que comandaba la presencia de aquella mujer.
–¡Si es que a mí no me importa! –exclama impetuosamente–. A mí no me importa ser mujer, ser hombre, ser nada. Yo soy arquitecta. Yo no me veo como nada más, solo quiero y siempre he querido ser lo que soy: arquitecta.
–Pero seguramente ser la única mujer por 20 años tuvo sus retos– insisto en la pregunta.
–Mira, yo soy buena en muchas cosas porque me ha tocado serlo para ser exitosa como mujer en un ámbito de hombres, pero a la gente no le gusta escuchar eso, no le gusta escuchar que alguien (y menos una mujer) diga eso. Pero a mí me ha tocado ser buena en todo para saber qué es lo que estoy haciendo. Si yo propongo algo y viene un ingeniero que no le gusta recibir órdenes de una mujer, me puede decir que lo que yo quiero no se puede hacer y no funciona. Pero yo, como sé ingeniería, sé lo que se puede hacer y lo que no. A le gente sí le importa el género. A mí no me importa en lo más mínimo, no me importa haber nacido hombre o mujer, no pienso nunca en eso. Solo quiero ser lo que soy: arquitecta, arquitecta y arquitecta.
Kioua nos cuenta que desde que tiene recuerdos su sueño ha sido ser arquitecta. Desde antes de saber qué hace un arquitecto ella veía casas y edificios de pequeña y se imaginaba cómo hacerlos mejor. Se embobaba mirando los edificios y sus espacios. Siempre supo que ella quería crear estructuras para que habitasen personas. No obstante, en su época no había mujeres que estudiaran arquitectura y su padre, un juez muy importante, quería y la alentaba a que se fuera por el camino de la medicina.
–¡Yo veía eso como el mismísimo infierno! –aúlla Kioua–. Era infernal para mí estudiar algo que no quería. Para mí era igual que casarme con alguien que no me gusta. Yo me iba a casar con mi carrera, cómo iba a dedicarle mi vida a algo que no me gustase. ¡Prefería morir! De hecho, estuve a punto. Sí, sí, yo hice huelga, huelga de hambre. ¡Uy, sí, señor! Huelga de hambre durante casi cuatro días hice. No comí ni bebí nada en cuatro días… ¡y mi padres se asustaron! Pero yo no cedí a tragar nada por cuatro días y hubiera seguido hasta la muerte, créeme que sí. Yo no quería nada más que estudiar arquitectura. El amor de mi vida siempre ha sido la arquitectura.
Y por su puesto que la creímos. El fuego interior de Kioua quemaba la mesa sobre la que contaba su relato y, en el lugar donde un místico vería el aura de alguien, a ella la rodeaba el humo de sus llamas. Su intensidad no es para los débiles de carácter y no tardamos en entender cómo una mujer pequeña y arrugada podía liderar proyectos poblados por obreros patriarcales.
–Yo no soy fácil para trabajar, lo sé. Soy muy exigente. Pero es que tengo una gran capacidad de visualización y ellos no ven lo que yo veo. Tienen que creer en mí, tienen que seguirme. Si mis clientes o con los que trabajo tienen sugerencias o quieren hacer las cosas como ellos quieren, yo no trabajo con ellos. No lo acepto y punto. Conmigo es todo o nada. Tampoco me repito –afirma cortantemente mientras Mabrouk dispara una carcajada a lo lejos.
–¡Uy! Eso sí que no, ¡cuidado al preguntarle algo dos veces!– comenta con la confianza de dos amigos que se conocen toda una vida. Son amigos desde la infancia, de las familias que son antiguas y autóctonas de la cultura amazigh.
Mabrouk se sienta al lado de Kioua y como un niño grande la interrumpe impulsivamente y nos comienza a contar cómo ella una vez le había pedido una columna de 18 centímetros a un constructor. “Cuando ella vino a ver el trabajo, sin decir una palabra, sin sacar una herramienta de medir, ¡cogió un gran martillo y la destruyó! El constructor se la iba a comer a gritos cuando Kioua lo frenó con la brusquedad de una cachetada y le dijo fríamente: yo pedí 18 centímetros, no 16, y le lanzó un metro”. Solo para de contarnos la anécdota para tomar aire entre carcajadas. “En efecto, eran 16 centímetros. Con la cola entre las patas le dijo que para mañana tendría la columna hecha nuevamente”. Kioua se ríe con cierto orgullo de sí misma y todos nos reímos con ella en unísono. En parte porque sí nos hace gracia las historías de esta mujer iracunda pero talentosa, pero en parte porque se ha granjeado durante nuestra entrevista un merecido grado de miedo.
Pero Kioua es una contradicción y la fuerte coraza que tiene es directamente proporcional a un interior tierno que la mueve y le da razón de ser.
–¿En qué sueles enfocarte cuando vas a comenzar un proyecto? ¿Buscas la luz, la temperatura…?
–La familia –me contesta. Rsta vez su fuego es más parecido al de la lumbre que calienta un hogar–, yo amo a mi familia y a las familias, en general. No hay mayor regalo que los padres le pueden hacer a sus hijos que darles hermanos. Para mí es lo más importante en la vida: la familia y cuidar de ella.
Kioua, al nunca casarse, cuidó a sus padres hasta su muerte y cuidará de todos sus hermanos, sobrinos y todos hasta el fin de sus días. Y entonces vemos un lado de dulzura y humanidad que hasta entonces entre las llamas no habíamos visto. Le pregunto si sería correcto decir que fue el amor que le tenía a su familia y el hecho de que siempre se tenía que mudar de casa por el trabajo de su padre lo que de alguna manera inconsciente la llevó a querer construir espacios que guardasen a las familias.
–De inconsciente nada –contesta con su típica rigidez–. Para mí el espacio no es nada si no es habitado y qué mejor habita un espacio que una familia. Cuando voy a comenzar un proyecto quiero conocer a las personas que van a vivir en el espacio. Saber si tienen hijos, de qué edades, si sus padres viven, si tienen muchos amigos… conocerlos a fondo. El cliente mismo me inspira. Quiero conocer a las familias y adoro involucrarme en sus vidas. Me reúno mucho con ellos, comemos juntos, hablamos durante semanas. Quiero saberlo todo: cómo les gusta tomar el té, cómo hacen la lavandería, cuánto tiempo pasan en sus habitaciones… Cada decisión de diseño está pensada en los hábitos de la familia. Luego lo voy viendo como una película. Me paro en el sitio y lo veo como una película, lo imagino todo; cómo los niños van a correr por el espacio, cómo va llegar el olor de la cocina a la sala o a la mesa, cómo van a llegar a sus habitaciones, cómo entrará la luz. Lo veo todo con los ojos cerrados como una película veo sus vidas. Veo los muebles, los colores y los adornos. Lo veo todo y de ahí parto a trabajar hasta que se cumpla en realidad.
La noche va cubriendo el cielo que hace de techo en el patio de Mabrouk. Kioua, fijada e inmersa en su propios relatos, parece una estatuilla de una figura histórica, de aquellas que se compran en tiendas de souvenir. Ella, inmutable en el banco, sigue hablando moviendo sus manos animadamente. Nos habla de los distintos estilos de arquitectura de Túnez, del hecho que ella ha escrito un manual de la historia y la técnica de las distintas regiones del país organizado a través de la arquitectura. Nos cuenta más sobre su infancia, sobre cómo ella desde niña ha estado en competencia con ella misma exigiéndose llegar a la escuela corriendo cronometrando los minutos comparándolos con otros días. Nos cuenta de su familia, de sus clientes y de las casas que ha hecho. Nos cuenta cómo le gusta que no la comparen con ningún estilo, que ella quiere ser recordada por tener su estilo único. Y nos cuenta, cómo no, la importancia de saber cómo hay que trabajar con los obreros hombres:
–Antes de empezar cualquier construcción nos reunimos todos y sacrificamos un cordero. Le cortamos el cuello y dejamos que la sangre se derrame sobre el terreno donde vamos a construir. Es muy importante este ritual para los obreros, muchos de ellos vienen de clanes amazigh sin educación, son analfabetos y estos rituales antiguos son importantes para ellos, son supersticiosos. Una vez no lo hicimos y un obrero murió cuando se le cayó encima una pared. Ellos me respetan porque yo respeto sus costumbres, también. Entonces ya lo tengo hasta en el contrato que hago con cualquier cliente. Antes de empezar, matamos un cordero.
A pesar de llevar varias horas conociendo a Kioua la arquitecta y la amante de familia, poco sentimos que hayamos conseguido de saber algo de ella personal que no tenga que ver con su identidad como arquitecta. Comienzo a sentir que las preguntas que le hago siempre me las contesta a través del filtro de la arquitecta y que le cuesta divorciarse de la identidad que se auto-impone por pasión a su carrera. Pero ella no deja de ser, al menos en mis ojos, una mujer. Una mujer no se tiene que definir por su carrera, por su familia, por su edad ni por su entorno. Una mujer es, y es única y el gran privilegio de uno es conocerse sin etiquetas. Por eso, cuando le pregunto a Kioua si ella puede identificarse y describirse como algo distinto a una arquitecta, lo hago desde un lugar de admiración porque ella me inspira como una mujer con mil cualidades que deseo que ella reconozca en ella misma.
–Soy una mujer libre –remata, con la misma grandeza épica con la que inició.
Pues sí, una persona que ha hecho exactamente lo que ha querido y cómo lo ha querido hacer es libre y siendo consciente de ello, aún más potente. Y conecto lo que ella ve de ella misma con lo que veo, que es lo que nos ha ofrecido la casa de Mabrouk y lo que ha sido para nosotros llegar ahí como última estancia de nuestro viaje. Un destino, como un oasis que nos generó el mismo bienestar que llegar a nuestra propia casa. Un hogar para conectar con el amor de un señor que comparte su casa con los viajeros que vienen a sentir algo en el desierto. Cuando nos despedimos de ella, subimos al techo de la casa a ver las estrellas, tan prístinas como perlas en un infinito mar celestial y nos sentimos libres nosotros también. El único lugar en el que Kioua no ha pensado aun construir: el cielo. Aunque, conociéndola, quizá ya lo ha hecho.