Construirse una vida
Tozeur
Rayda Mamacha
Por: ADRIÁN ROQUE
Sabía que quería escapar de allí, pero le faltaban medios. En mitad de los dos lagos de sal más grandes del Magreb las ilusiones saben menos dulces, como a delirios. Tenía claro que iba a escapar de allí, le sobraban reaños. Y solo hablaba árabe, y su puesto era pequeño, y las sillas prestadas, y los fuegos vagos, y sus hijos, afirmaba, futuros genios. “Quiero huir de este país”, como el tunecino promedio. Entre palmerales y mlewis hechos al momento, Rayda Mamacha soñaba en alto. Sus palabras se las llevaba el viento.
Entre las silenciosas calles de Tozeur y un palmeral que de lejos podría dar la sensación de oasis, Rayda había decidido aposentar uno de los mayores atractivos visuales de las noches tunecinas. El asfalto iluminado oscilante por la larga distancia entre farola y farola de luces ambarinas se perdía en la larga avenida Abou El Kacem Chebbi donde moría, a lo lejos, una de las tantas entradas de la laberíntica Medina de Tozeur.
Uno se podía topar, como el que no quiere la cosa, con alguna que otra cafetería abarrotada de hombres a la sombra nocturna (si es que eso tiene algún sentido), que es el lugar de la noche donde genuinamente se está más fresquito. Normalmente allí donde el sol no ha dado en todo el día y el asfalto no ha necesitado habituarse al cambio de temperatura. Nada más. La calle, sin contar los habituales avituallamientos cafeteros única y exclusivamente de hombres, estaba desértica.
Era tal y como nos había comentado un hombre en Raf Raf, al norte del país:
–Sí, en Túnez decimos que la cultura del café es masculina y la del té es femenina –nos contaba sin más–. El café es una bebida amarga, fuerte, que se suele tomar en un sorbo y se usa para despejarse antes del trabajo o reconfortarse después. Es la bebida del hombre. El té se toma en casa, los juegos de tazas y teteras deben de ser hermosos y hay todo un ritual alrededor. Se tiene que dejar reposar, se acompaña de dulces caseros riquísimos y da para charlar, volver a tomar otra tacita de té, un pastelito por aquí, otra tacita de té, y, si acaso, hablar de la vecina y de por qué a la última reunión de té no trajo nada consigo más que lo puesto. Es la bebida de las mujeres.
Si bien era un planteamiento arcaico, atrasado a lo que Túnez espera que se piense de Túnez (el Estado árabe más avanzado en cuanto a leyes para la mujer, igualdad de género y colectividad social), uno solo tenía que pasearse por cualquier recodo del país para darse cuenta de que, retrógrado o no, era cierto. En las cafeterías solo había hombres. En las calles, también. No obstante, en la avenida Abou El Kacem Chebbi una mujer de cuarenta, dos hijos y marido sorprendentemente progresista, había convertido su puesto de comida callejera en una ruptura de las costumbres sociales de todo un país.
La segunda noche
A decir verdad, era la segunda vez que visitábamos su puesto. La noche anterior, tras una exhaustiva caminata sin rumbo fijo por aquella desértica ciudad, habíamos topado con aquel maravilloso negocio. El olor a comida recién hecha (que posteriormente llamaríamos mlawis) emanaba de las planchas circulares en las que Rayda volteaba unos crepes tunecinos que formaban extensas filas de espera.
Allí, una mujer comía con sus tres hijos menores de seis años. Allí, dos amigas charlaban con un mlawicompartido. Dos hombres con una señorita esperando, un fulano con menganita comiendo que deduje románticos. Gatos que jugueteaban entre las mesas, familias esperando. Un par de grupos de tres mixtos, ningún café ni tés hirviendo. Rayda Mamacha constituía una fractura de los estereotipos tópicos de las calles tunecinas en una pequeña parada callejera que formaba una mescolanza de individuos de género, edad, y rango.
El olor fue lo que nos atrajo aquella noche. Su tenue luz amarillenta –insuficiente para la oscura noche sahariana– alumbraba sillas prestadas por vecinos y amigos de distintos colores, formas y tamaños que si bien no combinaban entre sí, se veían ocupadas en su totalidad sin reparo. Las mesas, de un plástico envejecido, denotaban la falta de visión decorativa de aquel garito: lo que primaba era el sabor, la estética era secundaria. Una forma casi prístina de concebir muebles es concebirlos como muebles, para sentarse, para comer, para usarse, cero intención denotativa.
Una vez devorado aquel segundo mlawi nos acercamos a la culpable de nuestra repetición, que nos había atendido orgullosa por recibir extranjeros en su humilde local. “Estamos creando un proyecto que cuente a Occidente cómo es la mujer tunecina, queremos tejer este país con las historias, memorias y vivencias de sus mujeres”.
–Dice que quiere hablar –nos dijo su hija en un escaso francés traduciendo a Rayda–. Dice que quiere que Occidente la escuche.
Sueños pequeños
Lo demás fue sencillo. Ella preparaba mlawis, nosotros preguntábamos. La gente, curiosa, se arremolinaba entorno a las planchas circulares de Rayda que se llenaban a ritmo fugaz de aquella masa de crepe tunecino rellena de queso, una suerte de bacon hallal hecho a base de ternera ahumada, huevo y barsha harissa (mucha harissa), la especia por antonomasia del Magreb, originaria de Túnez.
La belleza de Rayda no se desvanecía de su rostro en ningún momento y si bien su improvisado puesto era tenue, radiaba fuerte la luz de su sonrisa. “¡Mlawi!”, decía señalando a algún cliente, y ese algún cliente se acercaba respetando un turno que ella había memorizado junto a los ingredientes que este quisiera de forma inexplicable, como los de las quince personas que le precedían.
–Preguntadme, preguntadme –decía sin dejar de darle la vuelta en el aire a aquellos crepes rellenos a rebosar. Como una madre cuando te escucha mientras prepara la comida y tú picoteas del queso que acaba de cortar.
–¿Cuánto tiempo hace que abriste este puestecito? –pregunto a modo de romper el hielo con algo banal.
Lo banal consigue el efecto que buscaba. Me cuenta que lleva allí ocho años, entre el palmeral y la avenida del poeta Abou El Kacem Chebbi. Me cuenta cosas, algunas desinteresadamente. Me cuenta cómo prepara su comida, como si yo tuviera la mínima idea de cómo imitarla en un futuro. Me cuenta que su marido hace la masa, y ese hombre me saluda afable asomando su cabecita envuelto en harina desde dentro. Me cuenta que me encuentro sobre su sueño, y me miro los pies, y me miro a mí mismo en aquella suerte de espejo, y miro alrededor de aquella calle desierta, techo de chapa, sillas prestadas, gatos corriendo. No existen los sueños pequeños, pienso, y ella sé que me dice algo similar en su idioma, aunque no la entiendo.
–Así que este era tu sueño –le digo, o le pregunto, tan enjaulado en el pensamiento occidentalista de soñar con yates y hoteles isleños.
–Sí, cocinar mis mlawis y que a la gente le guste. No necesito más.
–Está lleno este sitio, ¿no has pensado abrir un restaurante? –cuestiono, olvidando la moraleja del pescador y el empresario.
–Sería otro nuevo sueño, sí. En un par de años me gustaría celebrar haber abierto un restaurante aquí en Tozeur –deja de mirarme por un momento–. ¡Mlawi! –grita, y una señora se acerca a recoger el suyo.
Miro a una mujer de cuarenta a los ojos y me doy cuenta de que allí, en Tozeur, en mitad de la nada, he encontrado una de las mayores serendipias de mi periplo por el país: una mujer que no solo cumple años, sino que también cumple sueños.
Huir de este país
El puestecito se va vaciando a medida que va entrando la noche, solo queda una pareja en una mesa lejana jugueteando con un gato que sube a la mesa, les ronronea coqueto y prueba de las escasas sobras que han quedado en sus platos. Rayda Mamacha cubre su pelo con un hiyab mostaza, su ropa con un delantal usado, sus miedos con un velo invisible. No obstante, después de dos noches y un largo rato de charla, se destapa entonces sintiéndose en plena confianza y nos habla.
–¿Queréis saber la realidad? Me arrepiento cada día de estar aquí –medio nos dice, medio nos confiesa, y sonríe de una forma distinta, como evitando el sufrimiento–. No aquí en mi puesto de mlawis. Me arrepiento de estar en Túnez, porque en Túnez no hay futuro, al menos no para mí. De hecho, Túnez en general no tiene ningún futuro.
–¿Tienes pensado irte? –le preguntamos sorprendidos por su cambio de optimista afabilidad a un contrastado pesimismo realista.
–¿Irme, a mi edad? ¿Dónde voy a ir? –contesta soltando un corta carcajada que guarda más de lo que muestra–. Ellos –nos dice señalando a sus hijos–, ellos son los que se tienen que ir. Por eso trabajo cada día en este puesto y sueño con abrir un restaurante, no es por mi sueño, es por cumplir un deseo: que mis hijos puedan salir de este país y estudiar en Europa. Ojalá yo pudiera trabajar allí, ¿os imagináis mi puesto de mlawis en Europa? –deja de sonreír entonces, ante esa espontánea idea que acaba de invadirle la mente–. No. Es imposible. Ellos son los que tienen que ir.
Rayda Mamacha ama su país, ama su patria, sobre su puestecito cuelgan una girnaldas rojas con el dibujo de una media luna que abarca una diminuta estrella blanca, la bandera de Túnez. Pero lo que uno ama y uno quiere son dos cosas completamente distintas. Lo que uno ama y uno sabe son dos mundos. Y entre lo que uno ama y uno necesita, nunca hay duda, al menos no para ella: huir de este país.
–Rayda, para concluir siempre preguntamos lo mismo, ¿qué representa para ti ser una mujer tunecina?
Ella se sonríe, titilantes pupilas, y mira de soslayo a su hija.
–Somos mujeres fuertes, somos mujeres libres. Si no, ¡míranos! –me dice sonriendo rodeando con el brazo a su hija.
Y eso hice, las miré.
El hijo de mi madre
Obra transcrita de Abou El Kacem Chebbi, poeta que da nombre a la avenida donde Rayda tiene su puesto
Naciste libre como la sombra de la brisa
y libre como la luz de la mañana en el cielo.
Dondequiera que fueras, cantabas como un pájaro
y cantaba contigo la inspiración divina.
Te entretenías jugando entre las rosas cada mañana
disfrutabas de la luz donde la hubiera.
Caminabas a tu antojo por los prados,
recogiendo las rosas de las colinas en primavera.